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Al comparar, por analogía, la angustia que genera la situación actual del precio del petróleo, con aquellos tiempos de nuestra adolescencia cuando nos jugábamos a la suerte el amor deshojando la flor de la margarita: “Me quiere, no me quiere, me quiere, no…”, viene a la memoria el recuerdo de la euforia que sentíamos cuando el último de esos pétalos coincidía con el “me quiere”, o con la frustración y tristeza, cuando el azar, implacable, nos castigaba duro con un “no me quiere”.
Hoy estamos viviendo un símil de aquellos años que ya no volverán. La margarita que deshojan los petroleros del mundo -y buena parte de la humanidad- es la que tiene que ver con el valor del preciado carburante: El precio “subirá, no subirá… subirá, no…” Y así se están pasando los meses, y el ansiado amor de un crudo a cien dólares el barril no aparece. No se vislumbra tan siquiera.
La industria petrolera mundial pareciera que no ha asimilado, no se ha repuesto, del impacto producido por la caída drástica y dramática del precio de su activo. De la noche a la mañana, sin previo aviso y sin anestesia, pasamos de las mieles del paraíso rodeados de ángeles y querubines, a las pailas hirvientes del infierno donde reina Lucifer. Todavía nos resentimos, atontados, a una caída a menos de 50 dólares el barril, con la incertidumbre que nadie sabe si el nivel de precios bajos llegó para instalarse por un tiempo largo o es una situación pasajera.
Nadie lo puede afirmar o negar con certeza, pero esta podría ser una situación estructural y lo coyuntural haya sido el escenario de precios altos del crudo, lo cual no debería sorprendernos pues una máxima, que es como una ley, es que las fuentes de energía deben ser abundantes, baratas y confiables. Ante la nueva realidad que ha impuesto la pandemia del COVID-19, se ha reaccionado de la forma tradicional, aplicando las mismas recetas de los anteriores ciclos del precio y no se está encarando el asunto con la cordura y la inteligencia que amerita. Repetir los recortes de personal y operaciones indiscriminadamente para reducir costos, equivale -coloquialmente hablando- a utilizar “remedios caseros” en aras de mejorar al paciente, pero que en nada erradican la enfermedad.
No van al fondo del problema. Los tiempos cambiaron para siempre y sobre esta premisa es que la nueva industria petrolera, la del siglo XXI, debe reinventarse. El crudo a 100 $/Bbl sirvió para estimular la exploración a niveles nunca soñados con un barril a 20 dólares. Así se descubrieron ingentes reservas de petróleo y gas que demostraron que sus fuentes son prácticamente infinitas, que todavía va a existir mucho petróleo en el subsuelo, cuando este haya pasado de moda y la humanidad ya no lo necesite. Constatada esta realidad, se debe dar otra de las premisas que es el precio de esta fuente de energía debe ser justo, para que su consumo se generalice y pueda llegar a donde antes no podía por su costo. También los hidrocarburos tienen mucho espacio en los territorios hoy ocupados por el carbón y la leña, cuyos porcentajes de participación en el cuadro del consumo energético mundial son significativos.
El tema de la seguridad ya no tiene que ver con la garantía del suministro, sino con la protección al medio ambiente y las emanaciones de CO2 que afectan el clima. Ese es un asunto que la tecnología debe y va a resolver en el futuro inmediato. Además, al desplazar carbón por petróleo y gas, se está eliminando un contaminante más dañino que los hidrocarburos y al sustituir la leña se estarían preservando los bosques.
Otra forma efectiva y válida de coadyuvar a la preservación del medio ambiente, es que la industria petrolera mundial inicie hoy mismo una campaña tenaz para reforestar el planeta. Actuando con creatividad y optimismo, es mucho lo que se puede hacer para que el petróleo continúe siendo la fuente de energía por excelencia con la que cuenta la humanidad.