Las Uvas del Tiempo es uno de los poemas más recordados – junto con Píntame Angelitos Negros – del poeta venezolano Andrés Eloy Blanco Meaño, a quien se considera uno de los más esclarecidos bardos de Venezuela y Latinoamérica.
Andrés Eloy Blanco nació en la histórica ciudad de Cumaná, estado Sucre (Venezuela), el 6 de agosto de 1897 y murió en un accidente de tránsito en México D.F., el 21 de mayo de 1955.
Este poema, que ya forma parte de la tradición en los hogares venezolanos durante la noche vieja y la noche buena de año nuevo, lo escribió Andrés Eloy Blanco en 1934, poco después de salir de la cárcel, donde estuvo preso en varias ocasiones por oponerse al régimen de Juan Vicente Gómez. Este poema está incluido en su obra Poda.
“Las Uvas del Tiempo” evoca la nostalgia de recibir el año nuevo lejos de la tierra natal, particularmente sin la presencia de la madre. El autor recuerda con añoranza las fiestas de noche vieja de su terruño y anhela volver a reencontrarse con sus raíces.
Este hermoso poema es muy propicio para todos los hispanos radicados en Estados Unidos, lejos de sus familiares que dejaron atrás. Disfruten el poema en este hermoso video producido por Johnny Díaz y, más abajo, el texto íntegro:
LAS UVAS DEL TIEMPO
Andrés Eloy Blanco (1934)
Madre: esta noche se nos muere un año.
En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡Ah cómo gritan!
Claro, como que todos tienen su madre cerca.
Yo estoy tan solo, madre,
¡tan solo! pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo y el recuerdo es un año
pasado que se queda.
Si vieras, si escucharas este alboroto: hay hombres
vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes,
cencerros y cornetas,
el hálito canalla de las mujeres ebrias,
el Diablo con diez latas prendidas en el rabo
anda por esas calles inventando piruetas
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.
Esta es la noche en que todos se ponen
en los ojos la venda
para olvidar que hay alguien que está cerrando un libro,
para no ver la periódica liquidación de cuentas,
donde van las partidas al Haber de la Muerte,
por lo que viene y por lo que se queda,
porque lo que sufrimos se ha perdido
y lo gozado ayer es una pérdida.
Aquí es de tradición que en esta noche,
cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega,
todos los hombres coman, al compás de las horas,
las doce uvas de la noche vieja.
Pero aquí no se abrazan ni gritan: “Feliz Año”
como en los pueblos de mi tierra;
en este gozo hay menos caridad; la alegría
de cada cual va sola y la tristeza
del que está al margen del tumulto acusa
lo inevitable de la casa ajena.
¡Oh, nuestras plazas, donde van las gentes,
sin conocerse, con la nueva buena!
Las manos que se buscan con la efusión unánime
de ser hormigas de la misma cueva;
y al hombre que está solo, bajo un árbol,
le dicen cosas de honda fortaleza:
Venir, compadre, que las horas pasan,
¡pero aprendamos a pasar con ellas!
Y el cañonazo en la Planicie
y el Himno Nacional desde la Iglesia,
y el amigo que viene a saludarlos:
“Feliz Año, señores”, y los criados que llegan
a recibir en nuestros brazos
el amor de la casa buena.
Y el beso familiar a media noche:
“la bendición, mi madre”.
“Que el señor te proteja”…
y después, en el claro comedor, la familia
congregada para la cena,
con dos amigos íntimos y tú, madre, a mi lado
y mi padre algo triste presidiendo la mesa.
¡Madre, cómo son ácidas
las uvas de la ausencia!
¡Mi casona oriental! Aquella casa
con claustros coloniales portón y enredaderas,
el molino de viento y los granados,
los grandes libros de la biblioteca
mis libros preferidos: tres tomos con imágenes
que hablaban de los Reinos de la Naturaleza.
Al lado, el gran corral donde parece
que hay dinero enterrado desde la Independencia,
el corral con guayabos y almendros,
el corral con peonías y cerezas
y el gran parral que daba todo el año
uvas más dulces que la miel de las abejas!
Bajo el parral hay un estanque,
un baño en ese estanque sabe a Grecia;
del verde artesonado, las uvas en racimos,
tan bajas, que del agua se podría cogerlas,
y mientras en los labios se desangra la uva,
los pies hacen saltar el agua fresca.
Cuando llegaba la sazón tenía
cada racimo un capuchón de tela,
para salvarlo de la gula
de las avispas negras,
y tenían entonces
una gracia invernal las uvas nuestras,
arrebujadas en sus telas blancas,
sorda a la canción de las abejas.
Y ahora, madre, que tan solo tengo
las doce uvas de la Noche Vieja,
hoy que exprimo la uva de los meses
sobre el recuerdo de la viña seca,
siento que toda la acidez del mundo
se está metiendo en ella,
porque tienen el ácido de lo que fue dulzura
las uvas de la ausencia.
Y ahora me pregunto:
¿Por qué razón estoy yo aquí ? ¿Qué fuerza
pudo más que tu amor, que me llevaba
a la dulce anonimia de tu puerta?
¡Oh, miserable vara que nos mides!
El Renombre, la Gloria… ¡Pobre cosa pequeña!
cuando dejé mi casa para buscar la Gloria,
¡Cómo olvidé la gloria que me dejaba en ella!
Y ésta es la lucha ante los hombres malos
y ante las almas buenas;
yo soy un hombre a solas en busca de un camino;
¿Dónde hallaré la rapidez camino mejor que la vereda
que a ti me lleva, madre, la vereda que corta
por los campos frutales, pintada de hojas secas
siempre recién llovida,
con pájaros del trópico, muchachas de la aldea,
hombres que dicen “Buenos días, niño”
y el queso que me guardas siempre para merienda ?
Esa es la gloria, madre, para un hombre
que se llamó Fray Luis y era poeta.
¡Oh, mi casa sin críticos, mi casa donde puede
mi poesía andar como una reina!
¿Qué sabes tú de formas y doctrinas,
de metros y de escuelas ?
Tú eres mi madre, que me dices siempre
que son hermosos todos mis poemas;
para ti yo soy grande cuando dices mis versos,
yo no sé si los dices o los rezas.
¡Y mientras exprimimos en las uvas del tiempo
toda una vida absurda, la promesa
de vernos otra vez se va alargando
y el momento de irnos está cerca
y no pensamos que se pierde todo!
Por eso en esta noche mientras pasa la fiesta
y en la última uva libo la última gota
del año que se aleja,
pienso en que tienes todavía, madre,
retazos de carbón en la cabeza
y ojos tan bellos que por mí regaron
su clara pleamar y en tus ojeras
y manos pulcras y esbeltez de talle,
donde hay la gracia de la espiga nueva,
que eres hermosa, madre todavía
y yo estoy loco por estar de vuelta
porque tú eres la gloria de mis años
y no quiero volver cuando estés vieja.
Uvas del tiempo que mi ser escancia
en el recuerdo de la viña seca
¡Cómo me pierdo madre en los caminos,
hacia la devoción de tu vereda!
Y en esta algarabía de la ciudad borracha
donde va mi emoción sin compañera,
mientras los hombres comen las uvas de los meses
yo me acojo al recuerdo como niño en una puerta.
Mi labio está bebiendo de tu seno,
que es el racimo de la parra buena,
el buen racimo que exprimí en el día
sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.
Madre, esta noche se nos muere un año;
todos estos señores tienen su madre cerca
y al lado mío mi tristeza muda
tiene el dolor de una muchacha muerta.
Y vino toda la acidez del mundo
a destilar sus doce gotas trémulas
cuando cayeron sobre mi silencio
las doce uvas de la noche vieja.
Abraham Puche / EV Houston / Foto: Cortesía