Valentina Villafane estaba sentada en su aula de segundo grado cuando una bomba de gas lacrimógeno explotó en su escuela. La directora de su escuela privada fuera de Barquisimeto, Venezuela, lo vio primero: un guardia nacional lanzaba la bomba que voló entre los barrotes de la puerta del recinto educativo y rodó hasta la puerta principal. El director gritó para que los estudiantes corrieran hacia la parte trasera del edificio mientras el gas penetraba desde la entrada.
Mientras Valentina se protegía con sus compañeros de clase, los maestros traían jarras de vinagre de la cafetería y mostraban a los niños cómo aplicarla en la cara para protegerse del gas. Esperaron durante horas, atrapados mientras barquisimetanos desesperados por la crisis política y económica, enfrentaban a la policía en las cercanías de la escuela. \”Tenía miedo y casi lloré\”, recuerda Valentina en una entrevista telefónica desde Venezuela.
El gas lacrimógeno no llegó a alcanzar a los estudiantes, y la Guardia Nacional eventualmente despejó las calles. El disturbio estalló porque los mercados locales se habían quedado sin comida. Algunos residentes habían esperado en la fila todo el día, sólo para no recibir nada. Ahora bien, Valentina no ha sufrido peligro en los tres años transcurridos desde el incidente de los gases lacrimógenos. Su escuela simplemente cierra cuando el riesgo de disturbios es alto. Pero la escasez de alimentos ha empeorado y esto aflige a todos menos a los venezolanos más ricos.
Ella está acostumbrada caminar en comercios llego de estantes vacíos, de largas filas para adquirir productos básicos, de personas que buscan restos de comida en basureros. Incluso los niños. Incluso de hogares de clase media como la de Valentina.
\”Me gustaría ayudarles, pero no puedo\”, dice. \”Lo siento por ellos.\”
Valentina tiene una ventaja que los venezolanos de su edad no tienen. Su padre vive en los Estados Unidos y está tratando frenéticamente de conseguir una visa para que pueda vivir con él. Fue robado a punta de pistola durante su última visita a Barquisimeto, y teme que su hija sea víctima de alguna bala perdida producto de la inseguridad del país.
Venezuela, un país con abundantes recursos y las mayores reservas de petróleo del mundo, solía estar entre las naciones más ricas de América Latina. Ahora está al borde de la ruina. En 2013, la economía hiper-regulada de Venezuela se derrumbó por una combinación fatal de caída de los precios del crudo, políticas económicas incompetentes y una extensa corrupción.
La mayoría de los venezolanos apenas pueden permitirse las necesidades básicas, si pueden encontrarlas en absoluto. El gobierno ha cancelado o retrasado salidas electorales a la crisis y el presidente Nicolás Maduro gobierna, a los ojos de muchos, como un dictador. No hay a la vista una solución a la crisis que viven los venezolanos.
Más de 1,5 millones de venezolanos son parte de una diáspora impulsada desde la elección de Hugo Chávez, el predecesor de Maduro, como presidente en 1998.
Muchos se establecieron en Estados Unidos, incluso en Houston – atraídos por sus empleos de petróleo y gas – y también en Miami, Metrópolis más cercana a América del Sur. Algunos son venezolanos pobres y trabajadores en busca de oportunidades económicas. Algunos son profesionales que fueron purgados por el gobierno de Chávez. Y algunos son los mismos empresarios corruptos que robaron miles de millones de dólares del gobierno venezolano y sumergieron al país en la peor crisis económica que Latinoamérica ha visto en una generación.
“Salen y compran la casa más cara, los coches más exóticos, los aviones más rápidos”, dice Otto Reich, ex embajador de Estados Unidos en Venezuela. “Lo hacen aquí en Estados Unidos porque se les brinda la seguridad personal, jurídica y económica que se les niega a sus conciudadanos en Venezuela … ellos vienen aquí para disfrutar los frutos de fortunas mal habídas”.
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ZACH DESPART / Foto: Houston Press