Cuando el emperador austro-húngaro Francisco José leyó la declaración de guerra contra Serbia, el 28 de julio de 1914, nadie imaginaba que el conflicto duraría cuatro años, pero menos aun, que acabaría con cuatro imperios europeos y que cambiaría la historia del Viejo Continente y de Oriente Próximo.
El motivo formal de la guerra fue el asesinato un mes antes en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, cometido por un joven nacionalista serbobosnio en protesta por la anexión austríaca de Bosnia, que consideraban parte de Serbia.
Pero en realidad, la tensión llevaba tiempo acumulándose y el atentado fue poco más que un pretexto oportuno para redistribuir las cartas geopolíticas en una Europa en la que dos imperios aliados, Alemania y Austria-Hungría, se veían rodeados por tres potencias en plena expansión colonial: Francia, Rusia y Gran Bretaña.
La “carrera por África” entre Londres y París había acabado con un reparto consensuado del continente, en el que Berlín sólo recibió dos territorios africanos, un premio escaso para un país de gran desarrollo tecnológico y militar, con aspiraciones de igualar a Gran Bretaña como potencia marítima.
De ahí que Alemania respaldara incondicionalmente a Viena cuando evaluó la opción de dar un golpe militar contra Serbia, aliado del Imperio ruso.
Tras unos primeros disparos de la artillería austrohúngara contra Belgrado, el 29 de julio, el zar ruso dio orden de movilizar su ejército y Alemania declaró la guerra no sólo a Rusia sino también a Francia, aliado de Moscú.
Los cambios que originó el conflicto no fueron sólo políticos y geográficos: la misma forma de hacer la guerra cambió ante la terrible constatación de que las viejas estrategias de ofensivas basadas en el arrojo personal de un gran número de soldados no eran efectivas ante los nuevos adelantos tecnológicos.
Cientos de miles de reclutas murieron, especialmente en la dura guerra de trincheras del frente occidental, en inútiles cargas humanas que nada podían contra las ametralladoras y la artillería.
En el frente oriental, Alemania resistió a las tropas rusa y conquistó Polonia, entonces parte del Imperio zarista, lo que llevó a la desmoralización de las tropas rusas y una creciente ola de protestas contra el zar.
La tensión entre Rusia y el Imperio otomano en el Cáucaso movió al Gobierno turco a elegir el bando de Alemania y el Imperio Austrohúngaro, lo que en 1915 llevó al desembarco británico-francés en los Dardanelos, un estratégico estrecho marítimo al sur de Estambul, que acabó con la victoria turca.
Al mismo tiempo, la alianza de algunas milicias armenias con los rusos que avanzaban en el este decidió a Estambul a deportar a todos los armenios de Anatolia hacia Siria, provocando que más de un millón de ellos murieran en el camino.
El desgaste de la guerra tuvo sus primeras consecuencias en Rusia, donde el zar tuvo que abdicar tras la rebelión de febrero de 1917 en San Petersburgo.
Pero en noviembre del mismo año, la revolución bolchevique encabezada por Lenin derrocó el Gobierno interino y dio lugar a una guerra civil rusa y a la firma de una paz separada con Alemania.
La proclamación de la Unión Soviética no sólo puso fin a varios siglos de dinastías rusas, sino que marcó también de forma decisiva durante todo el siglo XX el desarrollo político en Asia, África y América del Sur, donde el modelo comunista inspiró gobiernos, partidos y guerrillas.
La entrada de Estados Unidos en la guerra en 1917 fue un nuevo golpe para Alemania, a la vez que el oficial británico Lawrence de Arabia incitaba con gran éxito una rebelión de las tribus árabes contra el Imperio otomano, que fue derrotado por tropas británicas en Mesopotamia.
En otoño de 1918, Berlín y Viena reconocieron su fracaso, y las dos monarquías, la prusiana y la austro-húngara, tuvieron que renunciar a la corona y buscar el exilio.
Pero mientras que Alemania proclamó la República, el Imperio Austrohúngaro fue despedazado y dio lugar a la aparición de cuatro estados nuevos: Austria, Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia, al tiempo que aumentaron sustancialmente los territorios de Rumanía y Polonia y, en menor medida, Italia.
La cuarta víctima de la Gran Guerra fue el Imperio Otomano, que perdió todos los territorios adquiridos en cinco siglos y estuvo a punto de ver dividida incluso su parte central, Anatolia.
La guerra de liberación liderada por Mustafa Kemal, el héroe de los Dardanelos, frenó este proceso y llevó a la proclamación de la República de Turquía en 1923.
Pero el nuevo reparto de Europa y Oriente Próximo no dejó de ser provisional, como demostró 75 años más tarde la sangrienta desintegración de Yugoslavia.
Tampoco quedó nunca resuelto el conflicto kurdo, ni las tensiones entre Turquía y Armenia y, en 2014, la aparición de corrientes yihadistas que ponen en cuestión incluso las fronteras de Siria e Irak, trazadas durante la I Guerra Mundial.
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